los hijos que no
tuvimos,
aquellos que nunca
soñamos tener,
hijos imposibles de
un amor sin descendencia,
retratos de papel
disueltos en el agua clorada
de los
sanitarios,
en los laberintos
sucios de las tuberías,
en el voraz vértigo
de los sumideros,
esquirlas de un
amor que explotó sin más,
translúcido fuego
de artificio festejando el deseo
consumido al
unísono,
frutos incorpóreos
de una reflexión
con impreciso punto
de partida
y ningún destino
cierto,
producto desbocado
de nuestro pensamiento
en la paz
algodonosa, momentánea,
en el húmedo
descanso transitorio después
de las batallas
habituales
-sin rastros de
sangre sobre nuestras carnes,
aunque jamás
incruentas-
esos pobres niños
sin nombre ni apellido,
despojados de pilas
bautismales,
de fiestas y
padrinos,
nos persiguen por
las calles jugando al escondite
con nuestros
irremediables, frívolos,
estúpidos
remordimientos
-los sentimientos
trastocados
por el duelo
silencioso de esas muertes prematuras,
previas-
y mientras aúllan
la tristeza de su no nacimiento,
usan nuestro
corazón como bayeta
para limpiar sus
culpas,
saltan desde la inocencia de su limbo inexistente
sobre las rayuelas desteñidas,
rotas,
de un pasado pisado con trajinado aliento.
Atraviesan los ocho o nueve pasos del infierno
sin alcanzar jamás el cielo
sobre las rayuelas desteñidas,
rotas,
de un pasado pisado con trajinado aliento.
Atraviesan los ocho o nueve pasos del infierno
sin alcanzar jamás el cielo
Junio/julio de 2012, Barcelona
Ilustración de Mark Rydell
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